LIBERTAD, TIJUANA, 18-10-2016.-Habla el ex Presidente
de Uruguay: “Estuve en Guadalajara en una casa vieja en la que me dijeron que
había estado Zapata. Tenían a los hombres de un lado y a las mujeres del otro.
A los hijos hombres los trataban mucho mejor que a las mujeres. Era una cosa de
la prehistoria. Un machismo atro
“Una oveja negra al
poder” (Debate, 2016) es un gran libro. Profundiza como pocas veces se ha visto
en José Alberto Mujica Cordano (Montevideo, 20 de mayo de 1935), el famoso
“Pepe” Mujica, Presidente de Uruguay de 2010 a 2015, ex guerrillero, ex
Diputado, ex Senador, ex Ministro.
Sin Embargo le lleva a
ustedes un capítulo íntegro de este gran texto, que amerita buscar, leer una
vez, releer dos o tres veces porque explica cómo un hombre que había dicho:
“esa verga –la presidencia– no es para mí” decide comprometerse y dar la cara
por los que son pobres, como él.
Grande “Pepe”, grande
el libro de Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz. A disfrutar…
Mujica creció con la
muerte. Desde su juventud, como una sombra muy oscura, imposible de pasar
desapercibida. Habla de la muerte como si fuera un episodio más. Sin angustia,
sin miedo, con resignación. De niño la descubrió con el temprano fallecimiento
de su padre; de joven la transpiró a través de amigos guerrilleros a los que vio
caer, y de viejo la incorporó a su vida cotidiana. La espera sin la pretensión
de elegir el momento, sin que le quite el sueño. La imagina como un nuevo
escenario, aunque con la íntima certidumbre de que será el último: ahí se
termina todo.
“Hace 45 años me puse
un revólver en el cinto y salí a jugarme la vida, así que todo esto para mí son
chauchas y palitos. Nunca tuve miedo a la muerte y mucho menos ahora”, nos dijo
en su oficina durante su último invierno como presidente. Lo criticaban por
participar en la campaña electoral, por generarse demasiados enemigos en
Uruguay y en el exterior con sus sentencias tajantes y por no tener el más
mínimo cuidado hacia su cargo.
Nada de eso le
importaba porque la vida para él es un regalo, desde hace más de cuatro décadas.
Luego de la confesión
de las chauchas y los palitos, se paró, se acercó a un enorme jarrón amarillo
de cerámica que le había obsequiado el gobierno chino e introdujo su mano. Tan
adentro la hundió que solo se veía el hombro por fuera del adorno. Lo que
surgiría del jarrón era un misterio. Nunca se sabe con Mujica, y menos en ese
momento de introspección. Un recuerdo, una foto, cualquier cosa podía aparecer
de las profundidades.
Al final, no tenía
tanta importancia emocional lo que eligió esconder, pero sí física. Eran
cigarrillos y un encendedor. Fumó dos mientras conversamos sobre algunos temas
coyunturales y luego volvió a enterrar su tesoro. El problema no era que en
Uruguay el cigarrillo esté prohibido en los espacios públicos y que él
estuviera en el despacho presidencial. Era más complicado: no lo dejaban fumar.
Ni su mujer, ni sus allegados, ni los médicos. Por eso lo hacía a escondidas,
igual que con el alcohol o algunas comidas. Siendo presidente se cuidaba muy
poco, no le encontraba demasiado sentido.
“El Inmortal”, le
habían puesto su canciller Luis Almagro y su vicecanciller Luis Porto. Se
referían así a Mujica cuando hablaban entre ellos. Nada más lejos de su
voluntad. Morir fue una elección desde su juventud. La adoptó en forma
consciente, sabía que la guerra tiene sus riesgos: nunca se vuelve a la vida
anterior.
Como presidente todavía
cargaba encima con todos sus documentos, algo de dinero y papelitos doblados en
los bolsillos, con nombres, anotaciones y números de teléfono. “Es algo que me
queda de la época de clandestino”, nos contó. Siempre con lo necesario arriba y
preparado para abandonar todo en pocos segundos. Documentos, contactos, dinero
y alguna cosita para protegerse, nos explicó con una sonrisa, haciendo un gesto
con los dedos en forma de revólver.
La muerte fue muchas
veces tema de conversación. Primero se la mencionamos porque queríamos ver su
reacción. La tranquilidad y familiaridad con la que la abordaba nos llamó la
atención. Le dedicaba tiempo, no tenía ningún inconveniente en analizar al
detalle ese asunto tan incómodo para muchos.
Otras veces fue él
quien se encargó de mencionarla. En su oficina, en la calle, en algún evento
público, eran recurrentes las bromas de la oveja negra convertida en presidente
al final cercano. Le daba hasta cierto placer discurrir hacia ese territorio,
en el que se siente locatario. Contaba las balas que carga dentro de su cuerpo
desde la época de la guerrilla y las veces que superó enfermedades complicadas.
A nadie le gusta la
muerte pero a determinada altura sabés que un poco antes o un poco después va a
llegar. Y: ¡por favor!, no vivas temblando frente a la muerte. Acéptala como
los bichos del monte. El mundo va a seguir dando vueltas y no va a pasar nada,
no va a quedar nada de todo ese temor al pedo. Hay que ser más primitivo. No da
para festejar. No le estoy haciendo una apología a la muerte pero está ahí, hay
que convivir con ella.
Quizá por eso no se
siente muy afectado por la muerte de los demás. Lo invade la tristeza, se
encoge un poco de hombros, suspira con cierta resignación y se transforma en un
observador. Así lo vimos más de una vez, en velorios y entierros, desde el de
sus familiares y amigos más cercanos, hasta el de Hugo Chávez.
Le hubiera gustado ver
a Chávez una vez más antes de que se muriera. Se quedó con ganas de visitarlo
para aliviar su agonía. Sabía desde mucho antes que se iba a morir. Tabaré
Vázquez, desde su profesión de oncólogo, ya le había advertido que Chávez no
sobreviviría a la enfermedad que lo aquejaba.
Cuando falleció y
realizaron una prolongada ceremonia de velorio y entierro, Mujica fue uno de
los presidentes más fotografiados cerca del ataúd. Circularon rumores de que
había llorado, de que se había abrazado al féretro, de que había rogado por la
salvación de su amigo. Todo mentira.
Nunca me acerqué al
cajón de Chávez. Fue una novela que hicieron allá que no tiene nada que ver con
la realidad. Cuando quedé frente al cuerpo, Maduro no estaba. Había un general
que lloraba como una Magdalena.
Soy un tipo emotivo pero
no me motivan tanto los cadáveres. Seré frío, pero en realidad me comporté como
un espectador. Demasiado frío. Y me impresionó el catolicismo de los tipos. La
mayoría, y especialmente la femenina, se persignaba. Y había mucho taconeo y
mano al pecho.
Lo que más pena genera
en Mujica son esas personas que arrastran su enfermedad por meses o años y que
son conscientes de que el sufrimiento solo se terminará con la muerte. Ese es
su principal temor: llegar a un punto en el que pierda las facultades de su mente
o de su cuerpo, pero no de su sistema respiratorio.
Ocurrió con personas
muy cercanas a él. Desde amigos de la política a los que iba a visitar
postrados en alguna casa de salud, hasta su hermana, que convivió gran parte de
su vida con una esquizofrenia y debió valerse de los demás durante los últimos
años.
La tragedia es no poder
comunicarse, es intentar mantener el puente de conexión con el mundo y darse
cuenta de que solo queda un hilo intransitable. “Es cruel la vida en esos
casos”, repetía. “Me puede tocar, aunque ojalá no. Ojalá que la muerte piadosa
llegue antes, porque más vale morir, te digo la verdad. Hay cierta forma de
vida en la que a veces la muerte nos deja libres”.
Sentía el desgaste de
los años siendo presidente. Le costaba dormir, a veces le dolía la cadera,
algunos días su memoria daba señales de pequeñas fisuras, sus piernas acusaban
una mala circulación, pero nada de eso le dificultaba pensar con claridad. “El
problema es que funcione la cabeza. Es lo principal. Yo tengo responsabilidad y
eso te exige y es un incentivo para vivir”, aseguraba. Una médica lo acompañaba
en cada uno de sus viajes al exterior y le hacía un seguimiento semanal en
Montevideo. “Me la tengo que bancar”, decía y a veces hasta aceptaba algunos de
sus consejos.
Recordaba la muerte de
su padre como incentivo para tomar algún recaudo. Tenía siete años cuando murió
su progenitor y todavía lo rememora de una forma muy nítida: silencios
prolongados, momentos incómodos, historias que construyen los adultos y que los
niños nunca creen.
“Creo que murió de
cáncer pulmonar pero me cagaron a mentiras”, dice Mujica. “El asunto es que los
niños se dan cuenta de todo, son mucho más perceptivos de lo que los adultos
piensan”.
Hasta el día de hoy
carga con esos días en su espalda. Demetrio Mujica falleció a los 47 años y él
sintió su ausencia, aunque reivindica la forma en la que su madre resolvió el
problema.
Mi madre murió a los
80, la edad que más o menos tengo yo ahora. Me faltó el padre, pero mi madre
era una tana de un carácter bárbaro y se encargó de que no lo sufriera tanto.
Una mujer increíble. Levantaba las bolsas de 50 kilos ella sola y manejaba la
casa, los números, todo. Una mujer de campo. Tenía un carácter bárbaro.
Con Lucía procuró
espantar a la muerte. “Los compañeros caían y los mataban un día sí y al otro
también”, recuerda. Los unió las ganas de vivir. Se aferraron el uno al otro
para combatir a ese final que los acosaba por las calles de aquellos años.
Conjugaron amor con instinto de supervivencia y lo hicieron tan bien que nunca
más se separaron.
Y cuando resolvieron
casarse, otra vez estuvo la muerte. “Nos estamos poniendo viejos”, se dijeron.
“Me voy a morir yo o te vas a morir vos”, evaluó Mujica. Y tomaron la decisión
de contraer matrimonio. “Para arreglar los papeles”, argumentan.
La ceremonia fue en la
cocina de la casa de Rincón del Cerro. Hasta allí llegó el juez para unirlos en
matrimonio. El mismo lugar que eligieron para los últimos años, del que Mujica
anuncia que solo se irá “con las patas para adelante”. El lugar de la serenidad
y de la muerte más dulce.
El tiempo sirvió a
Mujica para comprender que nadie es tan importante como cree ni logra siquiera
una parte de lo que se propone. Los años bien vividos generan la sabiduría del
cansancio y una especie de humildad estratégica. Ese estado es el necesario
para poder asumir la muerte.
Hay gente que no puede
asumirla y muere infeliz. ¡Es brutal! Es una regla fundamental de la naturaleza
y hay que incorporarla. El asunto es que hay que amar la vida que uno vive.
Pienso en el momento en
que no esté y creo que me van a empezar a valorar dentro de diez años. Pero yo
voy a estar muerto y enterrado. Así que chau, no le doy más vueltas. Cuando
piense que me voy a morir, iré a la cama y me acostaré a dormir tranquilo.
Sin embargo, se puso un
poco más místico durante los últimos años. Siguió siendo ateo, con la
naturaleza como su principal motivo de adoración, pero empezó a respetar más
todo lo construido por las religiones a lo largo de la historia. Relataba
cuando siendo guerrillero estuvo en el Hospital Militar, luego de recibir
varios balazos y las monjas visitaban de noche a los moribundos para intentar
darles un alivio: “No es poco servicio ayudar al bien morir y ahí empiezas a
ver a las religiones de otra manera. Uno no comparte, pero respeta”.
Dos aspectos son los
que para Mujica explican la continuidad de los distintos credos a lo largo de
los siglos: la necesidad del individuo de trascender y su miedo a la muerte y a
lo desconocido.
Y elaboraba su propia
teoría al respecto, desde su posición de panteista, como se define con
referencia a su creencia en la naturaleza como lo más parecido a lo divino.
—Los seres superiores,
entre comillas, son los unicelulares que estaban 2500 millones de años antes
que nosotros y que van a seguir. ¿Dónde existe la muerte entre los procariotas,
cuya reproducción es la división? ¿Dónde está la muerte? La muerte está cuando
eso se agotó. ¡Qué cosa curiosa! Los seres más eficientes son los
microscópicos, los que tienen más relación con el medio ambiente de acuerdo con
los perímetros que tienen y lo hacen rendir mucho más. Ahí entramos en la clave
de la vida. Hace por lo menos 2500 millones de años que hay procariotas arriba
de la Tierra; los pluricelulares como nosotros llegamos ayer.
—El hombre puede
argumentar en respuesta que es él quien investiga y llega a esas conclusiones.
—A eso respondo que es
brutal la petulancia del hombre. Hay una visión antropomórfica que coloca al
hombre en el medio. Si se prioriza y analiza la vida a lo largo del planeta, el
hombre es muy diminuto e insignificante.
—Una típica discusión
de campaña electoral.
—Imagínate. Yo sé que
hay cosas que no puedo decir porque no me entiende nadie un carajo. Por
ejemplo: el origen de todo es la luz. Estoy convencido de eso. En definitiva
los incas tenían razón con el tema del Padre Sol. La fotosíntesis es la base de
todo. A veces tiro cosas de estas por algún rincón. Pero yo sé que en la
mayoría de los casos son margaritas a los chanchos.
—No está mal decirlo.
Siempre hay alguno atento.
—Claro, algo queda. Y
es importante entender todo esto porque nos lleva a un concepto de humildad.
Somos absolutamente insignificantes y hay que saberlo. Hay como treinta
reacciones en cadena de la fotosíntesis y nosotros solo sabemos la primera y la
última. No hay cosa más importante arriba de la Tierra que esa y nos seguimos
creyendo muy trascendentes e importantes.
—También inmortales.
—Es tan corta la vida
que hay que hacerle un corralito de silencio y respetarla. Dejar el corralito puesto.
Después todo va a seguir, pero para la persona ese corralito es importante y
hay que vivirlo con compromiso, disfrutarlo sin atajos.
Dejar de ser presidente
con casi 80 años. Un desafío para cualquier persona y más para alguien con una
existencia muy intensa. Por eso, Mujica planificaba actividades para el día
después del 1 de marzo, luego de pasarle la banda presidencial a Tabaré
Vázquez.
“Si me quedo quieto, me
muero”, repetía hasta el cansancio mientras elegía el despacho que utilizaría
como senador y aceptaba invitaciones desde el exterior para realizar
conferencias.
Preparaba también un
viaje a Muxika, en España, la tierra de sus antepasados. Allí estuvo por
primera vez como presidente. Ahora quería ir con Lucía y sin las obligaciones y
el protocolo del cargo, instalarse una semana entera y disfrutar de ese pueblo
de unos miles de habitantes y absorber parte de su historia.
Ya a mediados de su
gobierno soñaba con ese momento. La vejez lo volvió un poco más curioso sobre
su origen. Investigó quiénes fueron los primeros Mujica en Uruguay y hasta
accedió a un árbol genealógico de su familia.
El primer Mujica vino
para acá en 1742. Me hicieron una investigación entera y me trajeron los
documentos. Fue diez años después de fundado Montevideo. Era casado con una
Cipriani. Una botija de 15 años y él tenía 19 años. Se casaron en Tolosa y se
vinieron.
Era Muxika y después se
fue transformando. Se castellanizó. Ellos ya firmaban Mujica. Un nieto de este
señor era mi abuelo: don José Cruz Mujica, cuyo panteón está en el Cementerio
del Buceo. Era un vendedor con un carro. Vendía cosas por las estancias, en
Florida. Mi padre hizo lo mismo. Siempre existió en la familia ese amor por el
campo.
Volver a los orígenes,
montar una escuela agraria en su chacra de Rincón del Cerro, seguir alimentando
y disfrutando ese lugar de consagración de la oveja negra, todo eso tenía
preparado para el día después. Cerca de diez años habían pasado desde que nos
respondió “esa verga no es para mí”, cuando le preguntamos si sería presidente.
Lo fue y terminó su mandato sin saber si era o no era para él.
“No sé si seré bueno
gobernando, pero que junto votos, junto votos como loco”, nos dijo durante los
últimos días a cargo del Poder Ejecutivo. Tenía dudas sobre su capacidad para
gestionar, no para convertirse en un ejemplo de lo diferente.
Si sirvió o no sirvió
depende de los factores que se tengan en cuenta. La popularidad mundial está
fuera de discusión, pero el terremoto interno que había imaginado solo sacudió
el deber ser y no la estructura del país. Se fue sin registrar ningún cambio
radical aunque sí con la sensación de que, después de su pasaje por el poder,
había otro tipo de quiebre.
“La última es en el
cajón”, respondía luego de que decenas de personas le pidieran para sacarse fotos
en cualquier evento público o cuando caminaba por la calle.
“Voy a ir a un entierro”, dijo en su visita a Washington
cuando le preguntaron insistentemente qué haría después de terminar de ejercer
como presidente. Habló del viaje a Muxika, de la escuela agraria en su chacra y
luego pronunció esa frase. Se hizo un silencio cuando dijo “entierro”. Lo dejó
durar unos segundos y repitió: “Voy a ir a un entierro: el mío”. (Agencia NTMX)
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