De
Santa Anna a Peña Nieto
Oscar
Loza Ochoa
Una
eterna historia de pérdidas: del territorio primero y del patrimonio nacional
ahora.
En 1847 se abrió un círculo trágico para
México que ahora intenta cerrarse. El despojo es el elemento central de ayer y
hoy. Con la guerra no declarada e injusta de aquél año, Estados Unidos termina
despojando a nuestro país de más de mitad de su extensión territorial, como
todos los sabemos. Con la contrarreforma constitucional que el Presidente Peña
Nieto lleva a cabo, el patrimonio energético, minero, hídrico, eólico, forestal
y cultural se está hipotecando a título de despojo.
Las infamias no paran allí: a pesar de
que en este país sólo el 13 por ciento de los trabajadores está sindicalizado y
menos del 50 por ciento inscrito en el IMSS o ISSSTE, les asestaron nuevos
golpes, pues sus derechos laborales a la pensión, a la estabilidad laboral y a
un ingreso decoroso, se han esfumado como la niebla después del amanecer.
¿Y dónde han quedado los derechos humanos en este sexenio? En buena medida son parte
del despojo que estamos sufriendo históricamente. No por cotidiana la violación
de los derechos elementales debe verse como la normalidad en México, pues es
tan gigante la deuda en esta materia que asfixia la vida pública desde
cualquier arista. Y cuando hablamos de violaciones a derechos humanos y saldos
que arroja la violencia mencionamos las imprecisas cifras con que contamos a
falta de datos fieles, para darnos una idea de la magnitud que tienen estos problemas.
México no ha sido un país de
estadísticas y en esta materia le conviene al Estado que no haya precisiones,
pues las respuestas también buscan el sesgo interesado de los grupos en el
poder. Pero los números rescatados por organismos de la sociedad civil, por
investigadores y por los medios de comunicación, han obligado a la autoridad al
registro (no pocas veces manipulado) de los delitos y los saldos que arroja la
creciente violencia. Y desde luego a confrontar números de manera pública.
Y en este quehacer, las contradicciones
y ambigüedades no le han faltado al Estado, pues habiendo afirmado que la
herencia recibida de Felipe Calderón llegaba a los 27 mil desaparecidos, luego
se retractó y fijó la cifra en 22 mil. Sin tomar en cuenta los números que
aporta el gobierno de Peña Nieto y sin entrar en la disputa de las cifras
anteriores, el saldo de más de 20 mil desaparecidos en un sexenio manifiesta,
por sí solo, que no es explicable en un país sin guerra civil.
Otras cifras son terribles también,
¿cuántas fueron las muertes violentas en el sexenio anterior y cuántas van en
el presente? ¿Qué número de viudas y huérfanos hereda esa violencia hasta hoy?
¿Cuántas personas incapacitadas de manera temporal o permanente deja esa imparable violencia? Al menos en
términos de la economía nacional, organismos especializados nos dicen que
afecta negativamente en un 12 por ciento al PIB.
En ese marco, el prestigio del Estado ha
sufrido un serio quebranto y dos fenómenos sociales empiezan a tomar cuerpo en
serio en este país: los reclamos y exigencias de sectores sociales que antes
fueron pasivos, acompañados de la movilización social y las presiones internacionales
para que el Estado mexicano responda en materia de derechos humanos.
Las tropelías de Antonio López de Santa
Anna dejaron en su tiempo un país mutilado y que no pudo cobrarle facturas
hasta 1855 con la Revolución de Ayutla. La contrarreforma constitucional de
Peña Nieto y las crecientes violaciones de derechos, han creado una crisis
humanitaria que ya deja muchos millones de agraviados. Las movilizaciones que
se han generado después del caso de los 43 de Ayotzinapa y las presiones
internacionales han llevado al Estado a la atención tardía y parcial de los
reclamos. El Senado convocó a familiares con desaparecidos, con el fin de
escuchar propuestas de reformas a la Ley sobre desapariciones forzadas. Ojalá
que den un paso firme en este renglón.
En los últimos meses las reuniones de la
Subprocuraduría de Derechos Humanos de la PGR y de la Comisión Ejecutiva de
Atención a Víctimas, han sido frecuentes, pero se ha privilegiado el trabajo de
escritorio. Los problemas mayores no se están atendiendo y eso crea
inconformidad y desesperación. No hay búsqueda planeada y efectiva de cuerpos
en los lugares señalados como posibles receptores de fosas clandestinas, ni la
investigación que exige el fenómeno de las desapariciones para esclarecerlas y
que los responsables (sin importar rango ni poder) comparezcan ante los
tribunales por ese delito de lesa humanidad. Tampoco hay protección para las
familias que por su cuenta desarrollan el trabajo de búsqueda. Ya hemos sufrido
grandes pérdidas por ello, recordemos el caso de la compañera Sandra Luz
Hernández. No debemos seguirlo permitiendo.
El Estado queda emplazado a cumplir las
tareas constitucionales, los compromisos internacionales y ante el movimiento
de derechos humanos. De no hacerlo, la sociedad está en todo su derecho de
cobrar factura como lo hizo el
movimiento de Ayutla en 1855. Vale.
Twitter @Oscar_loza
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