Libertad,
Tijuana, Marzo 24 del 2018.-Casi desde el momento mismo
en que irrumpieron en nuestro presente, las redes sociales tomaron una práctica
muy específica y de inmediato muy popularizada: servir como una bitácora de la
cotidianidad de sus usuarios. Hoy en día, la mayoría estamos tan familiarizados
con ese uso que nos parece “normal” y acaso incluso incuestionable. ¿Para eso
sirven las redes, no? Las selfies, las imágenes de lo que comemos,
el check-in de los lugares que visitamos y a veces incluso los
pensamientos y ocurrencias que pasan por nuestra cabeza. Todo, de una forma u
otra, puede encontrar expresión puntual en un post de Facebook, de
Instagram o de Twitter.
En cierta forma, este
fenómeno era previsible y posiblemente también fue calculado. Basta recordar
que las redes sociales surgieron en el marco de la llamada Web 2.0, cuyo cambio
fundamental fue el paso al usuario como protagonista del Internet. Los llamados
medios sociales fueron diseñados para otorgar al usuario la generación del
contenido y que fuera él mismo quien mantuviera en marcha la maquinaria que
otros se encargarían de administrar.
Si bien en un inicio el
esfuerzo no estuvo exento de nobleza, con el tiempo se convirtió en lo que
conocemos tan bien. Quizá nadie imaginó que la hiperindividualización de la
cultura dominante resultaría en esa “feria de las vanidades” que es ahora
Internet, un recurso que alguna vez se pensó como un medio de capacidad inédita
en nuestra historia para intercambiar saber y conocimiento pero que ahora vive
ahogado en las aguas pantanosas del narcisismo humano.
Las redes sociales, en ese
sentido, llegaron a ocupar otro lugar profundamente simbólico en la cultura
occidental: el confesionario.
Es probable que la mayoría
de nosotros haya visto o acaso incluso firmado alguna publicación de tipo
confesional en Facebook o Twitter o cualquier otro medio: una queja contra
nuestro jefe en la oficina, una declaración pasivo-agresiva contra una de
nuestras exparejas, una frase que transmite ambiguamente la tristeza en la que
nos encontramos, etc. El repertorio es amplio, aunque también trivial, porque
la vida cotidiana así es: anodina, común, similar a la de miles o millones de
personas en todo el mundo, salvo para quien la vive y menos aún en una época
como la nuestra, que tanto hincha el amor propio.
En La intimidad como espectáculo, una obra del 2008 que ahora,
con el paso de los años, podría considerarse precursora pero es un referente
que no ha perdido vigencia, la socióloga brasileña Paula Sibilia señaló el
tratamiento “espectacular” que las personas estaban dando a su vida íntima,
entendiendo ésta sí en su vertiente un poco tremebunda de “lo secreto” y “lo
inconfesable”, pero también en eso simple y sencillo con que se teje día a día
nuestra existencia. Eso también es la intimidad. Y eso, precisamente, es lo que
toma la maquinaria de las redes sociales como materia prima para su
funcionamiento y que nosotros le entregamos voluntariamente y hasta con gusto.
Y todos, en nuestra vida
íntima y cotidiana, podemos tener uno de esos momentos de crisis en que
necesitamos decir lo indecible. Necesitamos decir que odiamos a nuestro jefe,
que extrañamos a nuestra antigua pareja, que nos sentimos solos, etc. La
pregunta, en este caso, es por qué acudimos a las redes sociales a decirlo.
¿Sólo porque están a nuestra disposición?
No es sólo porque las redes
estén a nuestro alcance inmediato que las usamos como confesionario público.
Es, más bien, porque la confesión es uno de los recursos de un comportamiento
un tanto más amplio que solemos poner en marcha ante lo que nos sucede: evadir
la responsabilidad de entenderlo y eventualmente cambiarlo.
Particularmente en la
confesión católica, el mecanismo es de una efectividad pasmosa: quien ha pecado
y siente culpa por sus acciones acude al confesionario, en donde al otro lado
un confesor, un sacerdote, escucha la relación detallada de su remordimiento.
El pecador se confiesa esencialmente porque el confesor tiene la autoridad para
eximirlo de su culpa. De ahí también que, jurídicamente, la confesión sea una
acción de “descargo”: literalmente, libera de una carga.
¿Qué significa esa
“liberación”? En esencia, que el sujeto no tiene nada más que hacer con las
acciones que resultaron en su “pecado”. Basta confesar, cumplir la penitencia
impuesta, acaso prometer y prometerse no volver a hacerlo, pero… como el
espíritu está pronto pero la carne flaquea, la confesión y el confesor siempre
estarán ahí, para liberarnos de la responsabilidad de nuestros actos.
La confesión en redes
sociales no es muy distinta. Esos “exabruptos” subjetivos en que a veces se
incurre y que toman la forma de un tweet o un post de
Facebook son, con cierta frecuencia, el intento de liberarse de algo que se
quiere eludir. Esa, de hecho, es la reacción emocional inmediata al dar clic al
botón de “Publicar”: el sujeto siente un alivio instantáneo a su crisis. Y con
el alivio parece que puede, de momento, “pasar a otra cosa”. También por esto
las redes sociales se han adherido con facilidad a los patrones adictivos de
las personas, pues como el alcohol, la comida, las compras u otros goces,
permiten al sujeto lidiar parcialmente con lo que busca evitar: su tristeza, su
soledad, la incomprensión de ciertos hechos de su vida… En una palabra, su
angustia.
Como en el catolicismo, la
confesión en las redes sociales comparte ese descargo de responsabilidad que
siente el sujeto ante su propia vida. Con la confesión, el pecador queda
eximido de preguntarse por qué hizo lo que hizo, qué de sí mismo lo llevó a
actuar de esa manera, y lo mismo con estas “confesiones sociales”.
Es más fácil o más cómodo,
en este sentido, lanzar un tweet sobre lo horrible que es el mundo,
lo desgraciados que son todos o lo triste que estoy, que hacerse cargo de las
palabras propias e intentar responder la pregunta subjetiva detrás de ese
malestar.
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